lunes, 18 de junio de 2012

Primer semestre del segundo gobierno de CFK


Habiéndose cumplido recientemente seis meses del segundo gobierno de CFK es un buen momento para reflexionar sobre la coyuntura político-económica actual. Un mandato que comenzó con el pico de legitimidad del kirchnerismo, después del 54% obtenido en las elecciones, pronto tuvo que enfrentarse a las primeras turbulencias. La crisis económica en Europa no arrecia, y sus efectos se empiezan a sentir progresivamente en el conjunto de la economía mundial. China, India, Brasil, las economías llamadas emergentes, desaceleran su crecimiento, en mayor medida que con la crisis financiera de 2008-2009, y esto impacta en la demanda agregada de los productos que produce nuestra economía (productos agropecuarios y automóviles, para mencionar los principales). Como en 2008, el crecimiento de la economía argentina está bajo amenaza de recesión o al menos  profunda desaceleración. No hay claridad todavía sobre el desarrollo de la crisis internacional, por lo que es muy difícil prever qué pueda ocurrir en los próximos meses.

Nadie puede discutir la importancia, en una economía mundial crecientemente globalizada y especialmente en una economía de inserción dependiente como la argentina, la importancia del factor externo. No obstante, es tan falso achacar el crecimiento reciente a un mero “viento de cola”, como culpar exclusivamente al gobierno de CFK por la posible recesión de este año. Dicho esto, no puede ser impedimento para intentar hacer un balance de las actuaciones del gobierno nacional en la coyuntura actual.

Lo primero que puede decirse es que la escasez de recursos derivada de la crisis internacional pone en evidencia algunas de las tareas pendientes del kirchnerismo. Esta escasez se expresa fundamentalmente en dos pilares del “modelo”: el superávit fiscal y el superávit comercial. Ambos superávit explicaban el margen de maniobra del kirchnerismo en estos años, para orientar los recursos del Estado, con una lógica que combinaba disciplinamiento político de las gestiones provinciales y municipales, con un denodado esfuerzo por impulsar la demanda agregada y el consumo popular (AUH, actualización de las jubilaciones, planes sociales, promoción de las negociaciones colectivas, obra pública, etc.).

En este marco, las “tareas pendientes” del kirchnerismo han empezando a manifestarse de manera crítica:
  1. el accidente de Once desnudó para toda la sociedad el fracaso del modelo de privatización de los servicios públicos;
  2. el conflicto por YPF hizo lo propio con la política de control de los recursos naturales por parte de empresas multinacionales o su variante de “burguesía nacional”
  3. los crecientes controles al mercado cambiario y la inflación son dos caras de una misma moneda: el fracaso del gobierno kirchnerista para “tutelar” la inversión privada y llevarla a los niveles y calidades requeridos para el desarrollo nacional. Las consecuencias de esto son la fuga de capitales, remisión de utilidades, escasa inversión, mayor concentración y extranjerización económica, etc.
De alguna manera, muy sintética y simplificada, estos tres ítems recorren todo el espectro de lo que debería abarcar un proyecto nacional, popular, democrático y latinoamericano: control de los recursos naturales para garantizar su puesta al servicio del interés nacional; provisión servicios públicos (en toda la gama: salud, educación, servicios básicos, etc.) de calidad y accesibles para toda la población; y actividad productiva capaz de garantizar ocupación, ingresos y bienestar suficientes a la población. Son justamente estos ejes centrales los que empiezan a mostrar profundas contradicciones, lo que pone en cuestión los fundamentos mismos del proyecto kirchnerista, y que requieren de una reformulación de la orientación del gobierno. De lo contrario, seguirá en aumento la conflictividad social, se profundizará la pérdida (todavía módica) de imagen positiva de la presidente y se multiplicaran los reacomodamientos dentro del heterogéneo espectro kirchnerista (como la ruptura con Moyano y la creciente autonomía de Scioli), lo que puede llevar a que se genere una crisis política.

Analizar las medidas vinculadas a estos tres ejes que fue tomando el gobierno en estos meses es lo único relevante para hacer un balance de este primer semestre, más allá de las discusiones y declaraciones altisonantes, de todos los actores políticos.

El kirchnerismo mostró un repertorio amplio con respecto a los servicios públicos, pero en términos generales no cuestionó el modelo heredado de la década del noventa, salvo cuando la situación se volvió insostenible. Así ocurrió con el Correo y de AYSA, que volvieron a manos del Estado. Distinto fue el caso de los trenes, donde se limitó a quitar del medio a algunos operadores y generó el engendro de la UGOFE, pero negándose a generar una política alternativa de gestión del transporte. Otras privatizaciones, como las telefónicas o las de electricidad, permanecen incuestionadas, y se limitan a acuerdos de tarifas que impidan un impacto desmedido sobre los ingresos y la producción. El saldo en este sentido es muy negativo, especialmente en el caso ferroviario, donde la masacre de ONCE, que debió generar un replanteo completo del transporte, hasta ahora sólo tuvo como respuesta el traspaso del área al Ministerio del Interior y el impulso módico, pero acertado, de un ente de gestión metropolitana. La corrupción y la connivencia entre Secretaría de Transporte, Sindicatos y empresarios no se deshacen con un mero cambio de organigrama. Mucho tiempo y recursos se malgastan en los servicios públicos a través de los subsidios que sólo tienen como efecto apuntalar la rentabilidad de los operadores, avalando un progresivo deterioro de la gran mayoría de los servicios. En un contexto de restricción de la disponibilidad de recursos para subsidiar a las empresas prestadoras, un cambio de paradigma en la gestión de los servicios públicos es impostergable.

Por su parte, la cuestión del control de los recursos naturales estuvo presente desde el comienzo del gobierno kirchnerista. En los primeros años, al calor de la recuperación económica, el eje estuvo centrado en la distribución de energía, más que en los recursos naturales que la generan, donde el kirchnerismo realizó una gran inversión en la red eléctrica y permitió salvar los cuellos de botella más o menos adecuadamente. No obstante, otro problema estructural se agravaba aceleradamente desde el ingreso de REPSOL a YPF en 1999: la disminución de la inversión en exploración, la baja de las reservas y el aumento de la distribución de dividendos. Asimismo, el (previsible) fracaso del management de Eskenazi vuelve a mostrar la falacia de la tesis de la burguesía nacional, o al menos, la ridícula creencia en su generación espontánea. El Estado debía controlar a YPF y tenía para ello diversas herramientas, empezando por un representante estatal en el directorio de la empresa. La estatización del 51% de las acciones de YPF permite recuperar el control de un actor estratégico del sector, pero de ninguna manera soluciona en el corto plazo el déficit energético. Se requiere no sólo de ingentes inversiones por parte de YPF en exploración y producción como anunció el flamante CEO recientemente, sino también una férrea regulación del resto de los operadores de la actividad. La decisión de expropiar, si bien es auspiciosa porque dota al Estado de mayor autonomía y de una herramienta válida, no repara automáticamente años de negligencia y complicidad por parte del kirchnerismo en este rubro. Los millones de dólares que se repartieron en dividendos y no se reinvirtieron, tampoco se recuperan con esta trascendente medida. La conclusión sacada con respecto al petróleo y el gas, debería extenderse a la minería, la pesca, la tierra rural productiva, etc.

Con respecto a la falta de adecuados niveles y calidades de la inversión privada, el fracaso se evidencia al observar la creciente concentración y extranjerización de la cúpula empresaria de la economía argentina. La inflación fue el primer emergente de esta estructura productiva sesgada: es la expresión de la capacidad de las grandes empresas de apropiarse, al menos parcialmente, vía aumentos de precios en mercados oligopolizados de los aumentos de la capacidad adquisitiva de la población. La incapacidad del kirchnerismo para operar sobre esta estructura productiva está terminando por esterilizar en alguna medida el esfuerzo denodado por impulsar la demanda agregada. Para colmo, recientemente, la presidente optó como estrategia para paliar la inflación el intentar moderar las demandas salariales (poniendo tope a las negociaciones colectivas, dejando que se desactualicen los topes de ganancias y de las asignaciones familiares, etc.).

El último emergente del déficit de inversión es la crisis cambiaria. La competitividad del tipo de cambio parece ser la única vía para el empresariado local para garantizar su rentabilidad, mostrando las limitaciones de la burguesía local y de las inversiones extranjeras en el país. El gobierno, acertadamente, se niega a acceder a una devaluación pronunciada que recomponga la rentabilidad empresaria perdida y licué los ingresos de la población, pero no ha mostrado hasta ahora una adecuada capacidad para tutelar la inversión privada, por ejemplo discutiendo la reinversión de utilidades, las remisiones al exterior, los tratados bilaterales de inversión, etc. Como consecuencia del atraso cambiario, se vio en la necesidad de controlar la salida de divisas para hacer frente a las demandas del pago de la deuda externa. No obstante, el problema cambiario es un epifenómeno del déficit de inversión. Mientras dispuso de ingentes recursos, la inversión pública suplió en alguna medida a la inversión privada, pero esta estrategia está llegando a su fin, al calor de las restricciones fiscales y externas. El Plan de Vivienda lanzado recientemente es tal vez el último intento por parte del kirchnerismo de apuntalar la actividad productiva, esperando que la recomposición del frente externo permita recuperar la senda del crecimiento. Como fue dicho, es difícil prever lo que pueda pasar en el plano internacional, por lo que parece necesario empezar a buscar formas de reemplazar la demanda externa por demanda originada en el mercado interno y/o explorar otros mercados que puedan demandar nuestra producción. Mantener el nivel adquisitivo de la población es central en este sentido, así como la promoción a las sustituciones de importaciones y a la investigación y el desarrollo de tecnología. El control de YPF, bien utilizado, puede ser una herramienta muy importante en este sentido, como palanca de la actividad productiva local.

En el plano del reconocimiento de derechos civiles y sociales, se han producido importantes avances como la ley de muerte digna, la ley de identidad de género, entre otras, y pareciera que se va a avanzar en la despenalización del consumo de estupefacientes. También se están discutiendo importantes, aunque limitadas, reformas al Código Civil (que no pone en discusión la función social de la propiedad) y el Código Penal. En este plano, el kirchnerismo sigue manteniendo vigente su vitalidad y su impulso transformador.

No obstante, nada de esto va a alcanzar para garantizar su permanencia en el tiempo, si no resuelve las contradicciones que el propio desarrollo de su régimen de acumulación está engendrando. Apostar todo a la resolución de la crisis europea y a la recuperación de la demanda de las economías pujantes como China o Brasil, no parece estrategia suficiente. Seguir inyectando recursos cada vez más limitados para impulsar la demanda agregada sin alterar sustancialmente la estructura productiva tampoco parece un camino adecuado. Recortar los subsidios sin reformular el modelo de gestión de los servicios públicos es probable que genere una mayor carga sobre los ingresos populares. Promover la inversión extranjera en la explotación de recursos naturales, sin garantizar la compatibilidad con los intereses del desarrollo nacional, no puede tener otro resultado que el fracaso ya comprobado. Apostar al control de las demandas salariales para moderar la inflación es una estrategia incompatible con los propios postulados del “modelo”.

De no mediar un cambio  en la coyuntura internacional, cualquier gobierno en el poder más temprano que  tarde va a tener que tomar algunas decisiones trascendentes vinculadas a cómo se genera y distribuye la riqueza en este país. Eso va a implicar una orientación determinada del aparato estatal, una alianza determinada con sectores sociales y fuerzas políticas y, en consecuencia, enfrentamientos, conflictos y cuestionamientos por parte de los intereses corporativos que se decida afectar en pos del interés común. Las fuerzas políticas que se dicen interesadas en promover transformaciones sociales en un sentido de mayor justicia social y que promueven una mayor participación y control de los trabajadores en la producción y distribución de la riqueza, tanto las que están dentro del dispositivo kirchnerista, como las que están afuera, harían bien en promover las confluencias necesarias para dar sustento a estas medidas, en caso de que la conducción de CFK o quién la suceda se decidiera a encararlas. Tanto los primeros que señalan permanentemente supuestos traidores o posicionamientos “funcionales a la derecha”, como los otros pronosticando la crisis terminal del kirchnerismo a cada rato y denunciando su falso progresismo en cada medida, no hacen más que impedir que se generen las condiciones para una transformación social profunda en nuestro país.